El viernes 31 de octubre la luz de la luna era lo único que iluminaba el camino de miles de personas que deambulaban por las calles a falta de transporte.
El caos que resultó en aglomeraciones y ríos de gente a la salida de sus empleos sin poder subir a una unidad de transporte, es la estampa más representativa de cómo en el gobierno de Jalisco van tomando las decisiones para controlar los contagios: desde la comodidad de las redes sociales.
Así describían los usuarios del transporte público en redes sociales que, la falta de planeación del gobierno, los llevó a correr el riesgo de contraer Covid-19 por no poder guardar sana distancia; las corridas de camiones paraban a las 19:50 de la noche y llegar a casa se volvía un reto de alto rendimiento.
Sábado desértico
Después de casi dos horas por fin apareció un autobús rumbo al centro de Guadalajara y sólo hay dos personas en la parada. Una señora de aproximadamente 50 años y un hombre de unos 60, están junto a mí esperando el camión. No se conocen pero hablan del problema del transporte público: “Ayer tuvieron que ir por mí” cuenta ella, “yo tomé un taxi con otros tres”, respondió el otro.
Esta estrategia diseñada por las autoridades estatales, que consiste en suspender las actividades que representan mayor riesgo de contagio para la población durante 14 días, el botón rojo, puso de manifiesto que en Jalisco la mirada no alcanza para ver a las personas de los sectores vulnerables.
Se detiene el autobús, abre la puerta y la mujer de inmediato le dice: “voy al trabajo”. El hombre sólo se sube. Voy detrás de ellos, ahora somos 6 personas abordo.
El chofer porta su cubrebocas, se ve inquieto, platica con un hombre que va sentado en los primeros asientos. Alcanzo a escuchar que dice que esto les afecta, que dio una vuelta con dos personas: “No voy a sacar nada”, era su queja.
La mujer recibe una llamada: “ya voy para allá, es que no pasaba el camión, ya voy, ya voy” explicaba al teléfono. Se ve angustiada, pero parece que ahora está más tranquila, ahora se dirige a su empleo. Pensé en acercarme a preguntar, pero la atmósfera dentro del autobús era tan pesada que nos tenía sumidos en nuestros asientos, todos repartidos.
Por primera vez el autobús siguió su ruta sin detenerse, un par de paradas para el descenso y otras para subir más usuarios.
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Por la ventana observo la ciudad. Una noche antes vi el Kadaver, una película noruega sobre un futuro postapocalíptico. Las calles lucen desiertas. Todos los establecimientos están cerrados. Un par de sobrevivientes deambulan por las calles. Sin contar que el flujo de autos es casi el mismo, me siento atrapado en un escenario apocalíptico.
Camino a la plaza del templo El Expiatorio. Observo a algunas personas tomando fotos y entrando al recinto. Días antes, Enrique Alfaro, agradeció a las iglesias por su apoyo, por tomar las precauciones advertidas para cortar la cadena de contagios. Dentro del Expiatorio hay una decena de personas, o más. Todas guardan su sana distancia.
Permanezco en silencio y observo a un joven de rodillas frente al altar principal; detrás de mí, una mujer saca un pequeño cuadernillo de rezos. Otras personas sólo admiran y toman fotografías del edificio. Me pregunto ¿recurrir a los recintos sagrados es una actividad esencial?
Me sorprende ver policías caminando por varias plazas, acercándose a la gente para saber qué hacen en la calle. Honestamente, llevo un largo rato caminando y el sol está imposible; es un sábado muy caluroso y prefiero volver a casa. ¿Pero cómo?
Debido a la activación del botón de emergencia se suspendió el Tren Ligero y el transporte público en su mayoría. Estuve un largo rato esperando algún autobús que me acercara un poco a casa. Ni uno sólo. Las personas ni siquiera se detienen en las paradas del autobús, directo buscan en las esquinas el servicio de taxi que, en teoría, debe operar con tarifas preferenciales, o sea bajas.
Taxis amarillos hacen su agosto
Frente al Parque Rojo las personas se organizan para compartir el pasaje de un taxi, algunas otras dan pelea por acaparar un auto y volver a casa.
Han pasado casi 50 minutos y no aparece ningún auto de sitio disponible. Detuve uno y me cobraba cinto cincuenta pesos: a todas luces una tarifa excesiva. Otro me dijo “no voy para allá”.
En la misma esquina hay un joven, dos hombres adultos y una mujer de la tercera edad. Infiero que será la primera en irse, imagino que le dejaremos el primer taxi vacío. Cuando se detiene el taxi amarillo corre uno de los hombres, por la ventanilla platica con el conductor, llegan a un acuerdo y le chifla al otro; abordan el taxi y nos miran airosos de triunfo.
La mujer no se inmuta, sólo sonríe. Me acerqué a platicar con ella, le pregunté si podía entrevistarla y me responde un poco tímida: “no, mijo, ahorita pasa otro”.
A unos cinco metros está el joven desesperado que va a La Martinica, me dice “o me cobran muy caro o para allá no entran, solo tengo 100 pesos para el taxi, pero me están queriendo cobrar casi el doble”.
Le pregunto también si puedo entrevistarlo y fue honesto: “nel, carnalito, neta estoy hasta la madre”.
Todos estamos igual hasta el hastío, el mentado botón de emergencia sólo evidencia la enorme brecha de desigualdad en las ciudades, y de que piensa en abstracto detener los casi mil contagios por semana, pero nadie piensa en los pobres, en las personas con discapacidad, en las personas en condición de calle, la desigualdad como condición de vida o la miseria.
Gobernador satisfecho, supermercados cerrados
El viernes alrededor de las ocho de la noche el mandatario presumía en sus redes sociales, solo imágenes de centros comerciales cerrados como si ese fuera el triunfo.
¿Cuándo se sentará el gobernador a pensar en una salida menos desastrosa para las economías de quienes viven al día? En 14 días de nuevo, sólo queda resistir.
Después de muchos minutos detuve un taxi, en el camino me dice que pusieron tarifas solidarias muy bajas: “ni para la gasolina, así no se puede” redondea. Me va a cobrar 120 pesos. Entonces le deseo suerte y me pierdo en el silencio de la ciudad.
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